La fiesta de cumpleaños de mi hermana fue probablemente concebida para concentrar todas las molestias de los cumpleaños en una sola ocasión, así que se hizo a lo grande: tartas, globos, regalos, juegos y una multitud de niños inédita en casa. Cada niño escogía un globo, que dentro llevaba un papel con un número escrito. A cada número le correspondía un regalo. La variedad de regalos disponibles era enorme: desde una armónica, hasta una goma de borrar.
A mí me tocó la armónica. El problema era que ya tenía una. ¿Para qué quería yo dos armónicas? Naturalmente, protesté. Mi padre propuso que se lo cambiara a cualquiera que estuviera de acuerdo con el trueque y explicó brevemente la situación en voz alta. Un montón de manos de niños me rodearon. Cada una sostenía un objeto. Mi hermana me decía "Víctor, coge la baraja de Spiderman, para que juguemos los dos", pero había un lápiz amarillo y negro, nuevecito, con la punta tan afilada...
Mi hermana se enfadó bastante, y yo me pasé el resto de la fiesta tirado entre los pies de los demás, haciendo garabatos en los sobres de los números. Lo decepcionante fue que la punta del lápiz no duró afilada mucho tiempo.
Unos veinticinco años después, dispuesto a liberarme de la culpa, le regalé a mi hermana una baraja de Spiderman. Me costó un huevo encontrarla. Y mi hermana desenvolvió el regalo, y con cara de sorpresa me preguntó:
-¿Y esto?
¿Cómo iba yo a saber que la culpa había prescrito?