A le gente que me conoce no le sorprenderá que me perdiera en mi primer día de clase. No recuerdo bien cómo me separé del grupo, creo que cuando indicaron hacia dónde debían ir los de parvulitos, en fin, simplemente no me sentí identificado. Así que me quedé solo por los pasillos. Un colegio es un lugar muy grande, cuando aún no has cumplido los cinco.
Alguna profesora estuvo pendiente de mí toda la mañana, pero no era fácil consolarme. Aquello era raro, estaba lleno de niños mayores, y no encontraba mi lugar. Sospecho que tuvieron dificultades para saber quién era yo, y qué había que hacer conmigo. Entonces pasó algo maravilloso: aquella maestra sacó un círculo azul ultramar de plástico, plano, rugoso, rígido. Tenía tal perfección geométrica que parecía escapado de un dibujo, en vez de un objeto real. Se me pasó de golpe todo el disgusto. Creo que la propia profesora se quedó sorprendida por la efectividad casi hipnótica de su recurso improvisado. No recuerdo nada más: el círculo eclipsó el resto de experiencias de mi primer día de clase.
Aunque sí recuerdo que al llegar a casa entusiasmado por mi fascinante nueva posesión, ya la había perdido.