miércoles, agosto 01, 2012

Máquinas

He ido a una tienda de libros de segunda mano, que no sólo los presta, sino que también los alquila. Veo una edición muy extraña de Linus, en tapa dura de color verde, de la Editorial Pastanaga. Sé que en sus páginas se anunciaba la máquina para conseguir la felicidad, pero cuando intento alquilar el ejemplar, ha desaparecido misteriosamente.
Sin embargo, alguien me conduce hasta la trastienda y allí, por fin, contemplo el legendario artefacto. Tres o cuatro personas más están presentes para presenciar el acontecimiento: fueron aparatos hechos con poco presupuesto, y mal cuidados, y puede que éste sea el último que aún funciona. Es muy grande, de unos tres metros de alto, verde y blanco, de un plástico de mala calidad amarilleado por el uso, como los juguetes de Fisher-Price de los setenta, y recuerda al vientre de una ballena. Nadie sabe qué va a pasar al apretar el único botón que posee, que brilla al encenderse una bombillita que guarda en su interior. Nos advierten de que quizá resulte decepcionante, porque se fabricó en tiempos en los que la felicidad era otra cosa.
Cuando aprietan el botón, hace un ruido parecido al de los hielos de las neveras que tienen surtidor de hielo, y se abren dos compuertas, por las que sale vapor frío. En una hay un papel mojado, en el que puede leerse que todo va a ir bien, y que no hay motivo para preocuparse. En el otro, ha aparecido una rodaja de sandía finísima y completamente congelada. Nadie está decepcionado.
Vuelvo a la semana siguiente, preguntándome qué habrá escrito esta vez en el papel, pero ha habido manifestaciones, y parece que se han complicado las cosas en el barrio, con fama de transgresor. No encuentro la tienda, hay antidisturbios por las calles, y los bares están cerrando. A la puerta de uno de ellos, suplico que me dejen entrar, porque me preocupa que me golpeen, y me sitúo al fondo del garito, de espaldas a la entrada, que observo por medio de un espejo. Todo el mundo hace lo mismo, nadie habla, nadie se mueve.
Entran tres antidisturbios, totalmente pertrechados. Es imposible verles la cara. Dos se quedan el puerta, y otro golpea sistemáticamente, un golpe en la espalda y otro en los muslos, a uno de cada tres clientes del bar. nadie se protege, ni lo evita, ni lo busca. Se asume como una injusticia inevitable. Hago cálculos. A mí me va a tocar, pero si me muevo sólo empeoraré las cosas.
Ya está delante de mí.
Me despierto. Faltan pocos minutos para las siete de la mañana.