Entrar en una cueva con pinturas rupestres es como asomarse a un pozo de
conocimiento muy profundo y
oscuro, donde por más que miras no consigues ver el fondo, pero sabes
que está ahí. Y si tiras una piedra, te devuelve un sonido tan extraño
al oído
que no consigues diferenciar entre el golpe en el fondo y el eco
producido. Yo creo ver al final un espejo luminoso y redondo, con nuestro
propio reflejo de mono vestido que le lanza piedras a la luna.
Me
pregunto al precio de desaprender qué aprendimos a ser lo que somos. Esa
mirada limpia a los bisontes del genio de Altamira contrasta con la
torpeza mostrada al representar la figura humana, que es, sin embargo, el centro
del dibujo en el Homo Sapiens del siglo XXI.
Ese pozo oscuro está en nuestros corazones, y es nuestra
naturaleza. Y al fondo hay un ombligo enorme al que miramos con visión, no de pozo, sino de túnel.