Aunque la idea original era irnos por Europa en bicicleta, parece que al final iremos en globo. Somos bastantes: Rose, Estefi, Paula, Dani, Eva... no estoy seguro de cuántos. Despegaremos de una explanada amplia y verde con matorrales tiernos bajo un cielo azul inmenso de cúmulos generosos. Nos distribuyen por parejas unos monitores adolescentes que me parecen marroquíes por el acento y el color de la piel.
A mí me toca con Dani, y me coloco sentado de espaldas a él en una plataforma redonda de color gris claro, dejando que dos cuerdas surjan de entre mis piernas hasta el globo. Al elevarnos siento vértigo y una exultante plenitud al coger aire, mientras el suelo se va haciendo más pequeño y me sorprende la enorme extensión de la pradera.
El globo no es fácil de dirigir, y en algún momento comprendo que el muro que hay mi izquierda es el suelo, y la cascada un río. En realidad no hay uno, sino varios globos, de esos de fiesta de cumpleaños, y algunos se han ido deshinchando, pero no es un problema porque, superado el desnivel del terreno, vamos descendiendo suavemente hacia una fuente de cemento donde podremos refrescarnos. Estoy un poco decepcionado, porque no hemos llegado hasta Viena, pero cuando le pregunto a Dani por qué no hemos ido en bicicleta, me responde que podemos hacer lo que queramos, porque son nuestras vacaciones.
Los monitores van recogiendo los globos, y nos reunimos alrededor de la fuente, mojando nuestras camisetas y poniéndonoslas en la cabeza para refrescarnos. Aunque aún es temprano, se nota que va a ser un día caluroso. La veo sentada en el poyo. Lleva una camiseta amarilla. La beso, y la pregunto se le ha gustado, y me dice que sí, pero yo sé que le habría gustado que nos tocara en el mismo globo. A mí también, pero no pasa nada, y así se lo digo: tenemos todas las vacaciones por delante.
Me despierto diez minutos antes de que suene el despertador, con la agradable sensación de haber estado respirando aire muy puro, como de montaña. Apenas puedo esperar a las ocho de la tarde.