sábado, junio 19, 2010

El juego de la silla


Puede que ni siquiera haya empezado a hablar con claridad, porque los pensamientos que recuerdo no son verbales. Digamos que tengo dos años. Estamos de visita de familia lejana, creo que lejos de la ciudad en la que vivimos. El mobiliario es anticuado, humilde pero recargado, predomina el color rojo. Hay mucha gente, y mucho ruido, y casi todos todos los presentes son desconocidos. Yo estoy sentado en una silla infantil, que evidencia aún más que allí no pinto nada: todas las conversaciones suceden por encima del metro sesenta. Nadie me hace caso, pero tampoco quiero llamar la atención, ni ser el centro; sólo uno más.


Tengo una idea: coloco la silla sobre el sillón. Si me siento allá arriba, estaré a su altura. Algo me dice que no es una buena idea, y tengo una vaga sensación de sorpresa por el hecho de que nadie me lo impida. Y, efectivamente, sale mal.


El sofá es blando, el asiento inestable, tengo vértigo al mirar al suelo. No puedo bajarme, pero no quiero seguir allí. Entonces todo se viene abajo. No me he hecho daño, pero estoy asustado, todo el mundo viene, puede que me regañen, pero no es culpa mía.
Sólo estaba buscando mi lugar.