Imagino también, y sin duda no soy el único, que un golpe de Estado inesperado y providencial me ha convertido en dictador mundial. Dispongo
de todos los poderes. Nada puede oponerse a mis deseos.
Siempre que se
presenta esta ensoñación, mis primeras decisiones se dirigen a combatir
la proliferación de la información, fuente de toda zozobra.
Luego,
cuando me entra el pánico ante la explosión demográfica que está
agobiando a México, imagino que convoco a una decena de biólogos y les
doy la orden terminante de lanzar sobre el planeta un virus atroz que lo
libre de dos mil millones de habitantes.
Aunque, eso sí, empiezo
diciéndoles valerosamente: «Aunque ese virus tenga que atacarme a mí.»
Luego, secretamente, trato de escurrir el bulto, hago una lista de
personas a las que hay que salvar: algunos miembros de mi familia, mis
mejores amigos, las familias y amigos de mis amigos. Empiezo y no acabo.
Abandono.