En la oficina de la niña que nació gratis colocaron unas hermosas plantas con la encomiable intención de dotar al lugar de un aire más biológico, más vivo, en definitiva, más alegre. Alguien supuso que eso mejoraría la productividad.
Nadie pensó en que esas plantas, fuera de su contexto habitual, no sabían muy bien a qué atenerse, y tendían a interpretar erróneamente las señales que su entorno les enviaba.
Al terminar los puentes de invierno confundían el calor de la calefacción, oportunamente puesta al máximo para compensar el frío acumulado y calmar las quejas de los trabajadores, con una primavera repentina y virulenta, y con la misma pasión florecían violentamente.
Pero ¡ay! no era la clase de flores que seducen en ramos a las enamoradas. Qué va. Lejos de las sutilezas, las enormes flores de colores intensos tenían un olor si cabe más superlativo: sabedoras de la función necrófila que desempeñan muchos insectos, inundaban la oficina con olor a cadáver .
Las cortaron con urgencia, no fuera a ser que la certeza de lo efímero perturbara la productividad de los asalariados. ¿Quién emplearía el tiempo en trabajar mientras la vida se le escapa ante las propias narices?