Estoy tumbado en la alfombra verde que treinta años después estaría en el salón de mi propia casa. Miro los cómics de la serie japonesa de Heidi, porque aún no sé leer. Me gustan porque salen cabritas, y un perro muy grande, y en un capítulo hasta aparecen osos. Entonces mi madre entra en el cuarto de estar, me mira y dice:
- Anda, si cuando ponían esa serie tú aún no habías nacido.
De pronto me pongo muy triste, porque no es culpa mía haber nacido tan tarde, yo quería haberla visto, y me la perdí, y seguro que había un montón de gente que ya había nacido cuando la ponían, y no la veían, y yo, que la habría visto, no pude porque no estaba allí. Y me echo a llorar, pero no es como cuando te caes y te duele, que sabes que se te pasará, esta vez es algo que no tiene remedio, porque el nacimiento no es algo que pueda cambiarse.
Mi madre me coge en brazos e intenta consolarme, pero se ríe, y está claro que no tiene ni idea de lo que me pasa. Cree que es una tontería, cosas de niños, pero no es verdad. En realidad, ahora que tengo noticia de muchas más cosas que me he perdido, la de Heidi es casi la que menos me importa.