viernes, septiembre 21, 2007

Lhasavarine

Entre los efectos secundarios del Savarine, profiláctico contra la malaria con particular mala fama entre viajeros, se encuentran frecuentemente los trastornos del sueño.
A mí me provocó sueños de un realismo que yo nunca había conocido, y además solían enlazar con lo que había vivido durante el día con tal habilidad que al despertar durante la noche era difícil saber donde terminaba la realidad y empezaban los sueños. Acostumbrado a no recordar lo soñado , lo que vivía durante las noches salpicaba algunos de los días de una especie de misticismo primitivo en el que la razón quedaba desarmada, porque las certezas no saben de argumentos.

Una noche soñé que escalábamos en grupo un Himalaya árido y pedregoso y, al llegar a la cresta y asomarnos al otro lado, veía una llanura de stupas rosas, ocres y violáceas, con inscripciones antiquísimas en alfabetos desconocidos, que se perdía en el horizonte. En la parte más cercana a las montañas había una muralla, y en su exterior dos monjes budistas se cruzaban sin decirse nada. Expirementaba una gran sensación de paz, y a la vez sentía grandes deseos de bajar y hablar con ellos, pero en ese momento alguien me advertía del peligro de ver visiones debido al mal de la altura. La llanura era entonces una alfombra negra con círculos amarillos y naranjas que ondulaba como la surpefície de un mar. Al hacer un nuevo esfuerzo por mirar todo el entorno, se convertía en una habitación pequeña con desconchones en las paredes, en cuyo centro una televisión vieja sobre una mesita negra parecía ser el único mobiliario. Me insistían en volver, con el argumento de que podía ser peligroso quedarme, y todos iban bajando la ladera en dirección contraria a las visiones. Esperaba unos minutos, pero finalmente yo también me resignaba a bajar. Al llegar abajo, resultaba ser Granada. A mí me parecía lógico que el lugar más adecuado para acceder al Himalaya desde España fuera la cordillera más alta de la Península. Todos nos despedíamos abrazándonos y nos prometíamos llegar más lejos al año siguiente, y yo subía con mi mochila al coche de quien me había ido a recoger, preguntándome cuál de las visiones sería la verdad, o si la verdad sería otra que no había alcanzado a ver.
Y sobre todo, cómo sabría cuál era la verdad cuando la viera si allí no podía confiar en mis cinco sentidos habituales.