Si observan con atención un paso de cebra durante un rato comprobarán, como yo, que hay tres tipos de peatones, y su naturaleza queda siempre delatada por el muñequito verde que parpadea en el semáforo.
Algunos tiran la toalla, se apoyan en el semáforo o farola más cercanos, y esperan una ocasión más propicia para cruzar con calma. No tienen prisa, ni ganas de correr, pero sí una fundada esperanza en tiempos mejores para hacer las cosas como es debido.
Otros entienden el parpadeo como un pistoletazo de salida. Emprenden una carrera desesperada y, fijándose con atención, casi se puede leer el pánico en sus ojos. No tienen miedo al atropello; ese tipo de desgracias no suele avisar con señales luminosas. Seguramente tienen miedo, sobre todo, a ser descubiertos en el lugar inadecuado en el momento inadecuado, a convertirse de pronto en un error, en el origen del caos que, inevitablemente, provocarán en el tráfico cuando los coches arranquen de nuevo.
Existe, por fin, un último tipo de viandante: corre, con cierta desgana, hasta la mitad de la calle. Pero, a partir de ese momento, completa el recorrido hasta el otro lado sin prisa. Considera que, una vez alcanzado el punto medio del paso de cebra, ha conquistado el derecho a llegar hasta el final. A este peaton no le preocupan los pitidos de los conductores indignados, porque sabe que no arrancaran antes de tiempo.
¿Serán los mismos conductores los que están a punto de atropellar al corredor de sprint, y los que soportan con frustración la indolencia del conquistador de pasos de cebra ?