La olla exprés está semienterrada en la arena de la playa, que es de
 un tono grisáceo, seguramente porque está nublado. Somos un grupo de 
siete u ocho personas, sentadas o tumbadas, pero vestidas de calle, y 
sólo defino las caras de Pablo y de Michi, aunque sé que a los demás 
también los conozco y pertencen al mismo círculo social. La olla ya está
 llena de pollo y hortalizas, y aún me sobra un nabo, que voy a regalar 
por ahí, que no están las cosas para andar tirando la comida. 
Pero cuando vuelvo, mi grupo de amigos se ha movido unos 
cincuenta metros, y alguien me ha robado los ingredientes. Apenas quedan
 un par de alas de pollo en el fondo de la olla, asomando entre un poco 
de arena. Cuando les alcanzo, y evalúo los daños del hurto, descubro que
 las alas de pollo están calcinadas, y al intentar cogerlas se deshacen 
en un polvillo negro que se mezcla con el puñado de arena que queda en 
el fondo de la olla.
 


 


