Debo de tener unos seis años, pero hasta un niño de tres comprende que aprovechar el arcén para adelantar a la gente que soporta un atasco camino de la playa, es de miserables. Por eso me puse tan contento cuando vi a un dos caballos habitado por unos jipis salirse de la fila, e incorporarse al arcén. Respetaron, sin embargo, el ritmo del atasco, en el que el conductor del coche inmediatamente anterior les guardaba espacio suficiente para incorporarse cuando quisieran, y se contentaron con obligar al conductor miserable a respetar también la velocidad que imponía la situación.
Lo mejor no era la justicia triunfante, sino la sana humillación a la que se vio sometida el conductor tramposo por parte del resto de conductores y pasajeros. Nadie disimulaba las carcajadas y el tipo aquel parecía cada vez más pequeño y más inofensivo. El atasco se parecía de pronto a una fiesta porque, una vez se consiguió frenar al acelerado, todo el mundo dejó de tener prisa.